Caluba era tallador.
Desde que tuvo la edad suficiente para tomar un cuchillo, se había
dedicado a tallar ídolos. Aquel día, miraba complacido los delgados
trozos de viruta que iban cayendo al
suelo a medida que trabajaba la madera.
¡Nunca antes había hecho un dios con rostro de expresión tan fiera! Caluba sonreía mientras moldeaba los ojos, la
boca, las manos…
De repente, el muchacho dejó de tallar y dijo: “Yo estoy haciendo las manos de este
dios”. Y continuó su razonamiento
pensando: “Quisiera saber quién creó mis
manos. Seguramente no es este ídolo que estoy fabricando, porque yo
tengo el poder de hacerlo o de destruirlo.
Puedo hacer muchas cosas más con mis manos, así que, el Dios que las
creó tiene que ser más grande que este ídolo.
Pero… ¿Quién es Él? Ninguna
persona de la aldea, ni siguiera el mismo hechicero,
lo ha mencionado alguna vez… Si sólo
supiera algo sobre el Dios que creó mis manos…”
No pasó mucho tiempo antes que la gente de la aldea
comenzara a hablar de Caluba: “¿Han
escuchado? Caluba ya no quiere tallar ídolos. Además, se niega a reverenciarlos. ¡Lo único que conseguirá con su actitud es
que los dioses se enojen y nos envíen un terrible castigo!”.
Finalmente, las noticias llegaron a oídos del
hechicero, quien mandó llamar a Caluba.
“¿Es verdad lo que escucho? ¿Qué
te niegas a hacer tu trabajo y ya no quieres reverenciar a nuestros dioses?”,
le preguntó con tono severo.
Caluba se inclinó ante el hechicero, y al enderezarse
le respondió: “¡Oh, señor! Es verdad.
Ya no puedo seguir adorando a dioses que yo puedo crear o destruir. Quiero adorar al Dios que creó mis manos. ¿Usted lo conoce? ¿Me puede hablar de Él?”, terminó
preguntando.
El hechicero y todo el pueblo se alzaron contra
Caluba. Pensaban que serían castigados
si dejaban que el joven siguiera hablando de esa forma. Así que, decidieron matarlo.
Cuando Caluba se enteró de lo que tramaban contra él, huyó para salvar su vida. Se internó
en lo profundo del bosque, y cuando estuvo seguro de que nadie lo seguía, se
dejó caer bajo un gran árbol.
“Y ahora, ¿qué haré?”, se preguntaba. “No puedo volver a la aldea. Ellos, sin duda,
me matarán… ¡Ya
sé! Buscaré al Dios que creó mis manos.
Tal vez lo encuentre…”
Como estaba oscuro y necesitaba protegerse de los
animales salvajes, trepó a un
árbol. Muy a lo lejos escuchó el rugido
de un león y la respuesta de otro. “El
Dios que creó mis manos, habrá creado también los leones, este árbol y todas
las cosas que están en la selva…”
Meditaba Caluba. “Me pregunto,
¿qué pensará de las cosas que creó?
¿Será que las ama, y las cuida?”
Y pensando en estas cosas, se quedó dormido.
Al día siguiente, se levantó muy temprano y decidió
empezar la búsqueda. Caluba recorrió
aldea por aldea, preguntando siempre: “Has visto al Dios que creó mis manos?
¿Puedes hablarme de Él?”. Y por toda
respuesta, la gente le gritaba asustada:
“¡Los dioses se enfurecerán!”.
Tras lo cual, invariablemente, Caluba huía para salvar su vida.
Por fin, el joven llegó a saber de Mamba, un viejo y
sabio hombre que se había marchado a la capital unos años atrás. De allí había regresado con la magia que
hacía marcas sobre la madera y el papel y los hacía hablar. Caluba pensó que aquel hombre podía responder
sus preguntas, y fue a buscarlo.
Caluba encontró a Mamba, y le contó su historia. “Tú eres muy sabio”, dijo Caluba, “¿puedes
hablarme del Dios que creó mis manos?
Quiero saber de Él.”
Mamba era tan viejo que su voz tembló al
responder: “Hijo mío, hace muchos años
me marché río abajo, a la capital. Allí
aprendí a leer; esa es la magia de las marcas en las maderas y el papel. Mientras estuve allá, alguien habló acerca de
un Libro en el que se habla de un Dios que creó la selva y todo cuanto en ella
hay. Yo jamás vi el libro, pero si te quedas conmigo, te enseñaré a leer y, tal
vez, puedas encontrar el Libro por ti mismo.
El muchacho permaneció con Mamba días, semanas y
meses. Estudió arduamente hasta que aprendió la magia de leer. Al cabo de un año, Mamba murió, y el joven se
quedó nuevamente solo.
“¿Qué haré ahora?”,
pensó. “Ya sé. Iré río abajo hasta la capital. Allí buscaré al Dios que creó mis manos.”
Para cumplir con su propósito, construyó una
canoa. Con ella se lanzó al largo y
solitario viaje río abajo hasta que por fin vio los edificios de la
capital. ¿Encontraría
allí la respuesta a su pregunta?
Con mucho temor, Caluba se acercó a un hombre blanco
que estaba parado junto a la puerta de uno de los edificios, y le
preguntó: “Señor, por favor, estoy
buscando al Dios que creó mis manos.
¿Vive Él aquí?”.
El hombre blanco lanzó una carcajada. “¡Regresa a tu aldea! ¡Aquí no hay lugar para
ti!” Exclamó ásperamente.
Desesperanzado, Caluba regresó a su aldea. Antes de entrar en ella, se arrodilló y
exclamó: “¡Oh Dios creador de mis
manos! He intentado encontrarte, pero
siempre he fracasado. Si quieres que yo
te conozca, deberás mostrarte ante mí…”.
Ya en su aldea, Caluba cambió de oficio. Para sobrevivir, se hizo cazador. Él salía y entraba continuamente a la
aldea. A veces tardaba días buscando
comida para la gente del pueblo.
Cierta vez, al regresar de uno de sus viajes, la gente
salió a recibirlo, diciéndole a grandes voces:
“¡Oh Caluba! ¡De lo que te perdiste mientras estabas de viaje! El día en que te fuiste vino a la aldea un
extranjero con una caja de libros negros.
Nos habló de un Dios que creó la selva y todo cuanto en ella hay; un
Dios que ama las cosas que ha creado… Pero lo mejor es que le hablamos de ti y
tu magia de leer, y te dejó uno de los libros.
Lo guardamos en la plataforma que está en el centro de la aldea.”
Mientras se aproximaba al centro de la aldea, Caluba
temblaba pensando si sería ésta, al fin, la respuesta que tanto esperaba. Se detuvo en la plataforma y buscó el
libro. Con manos temblorosas abrió la
primera página, y leyó: “En el principio
creó Dios los cielos y la tierra…”
“¿Sería ese realmente el libro del Dios que creó sus
manos?”, se preguntaba mientras leía y leía, sin detenerse ni siquiera para
comer.
“A Dios nadie le vio jamás. El unigénito Hijo, que está en el seno del
Padre, Él le ha dado a conocer.” “De tal
manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquél
que en Él cree no se pierda, mas tenga vida eterna.”
Por fin, Caluba cerró el libro, cayó de rodillas y
clamó: “ ¡Oh Dios que hiciste mis manos,
creo eso. Creo que me hiciste y que me
amas. Creo que enviaste a tu único Hijo
a morir por mis pecados. ¡Al fin te he
encontrado! ¡He encontrado al Dios que creó
mis manos!”.
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