Esta
es la historia de una hermosa y encantadora princesa a la que todos
amaban. Sin embargo, la joven no era
feliz, pues su madre era una mujer sumamente cruel, y gozaba particularmente
con las desgracias ajenas. Por esa razón
la princesa soñaba con el feliz día en que algún buen príncipe la
desposara. Mas apenas aparecía un
pretendiente, la reina le imponía, como precio por la mano de su hija, alguna
empresa imposible de realizar, aunque en el intento encontrase la muerte. Y así, el joven pretendiente no sólo perdía
la novia, sino también la vida.
-¡Qué
hermosa muchacha! –Exclamó, y se quedó mirándola hasta que se perdió de vista.
El
príncipe se enamoró tan perdidamente de la princesa, que determinó casarse con
ella. Así que, al día siguiente, sin
pérdida de tiempo, se dirigió al palacio real.
Aconteció
que estando en el camino observó que en las cercanías del bosque, tendido en
medio de calle, se hallaba un cuerpo extraño que tomó por un animal muy
grande. Sin embargo, cuando se iba
acercando a él notó con sorpresa que era un hombre, el más enorme ser humano
que jamás haya visto.
El
príncipe lo tocó con el pie, y el hombre se levantó diciendo: -¿Necesitáis un
criado?
-Si lo
necesitase –replicó el príncipe-, no sé para qué me serviría un hombre tan
voluminoso como tú.
-¿Y
qué importa mi volumen, si cumplo con responsabilidad y diligencia mis
funciones? –contestó el hombre.
Al
príncipe le agradó esta respuesta, así que lo tomó a su servicio.
Habían
caminado un buen trecho cuando el príncipe tropezó con otro hombre. Éste se hallaba acostado sobre la hierba, con
el oído pegado a la tierra como si escuchase atentamente.
-¿Qué
se supone que estás haciendo? -Le preguntó
el príncipe.
-Escucho. –Dijo el hombre-. Desde aquí puedo oír todo lo que se dice en
el mundo.
-Excepcional
–dijo asombrado el príncipe-. Y lo tomó
a su servicio.
No
habían ido muy lejos cuando encontraron dos pies; un poco más adelante, dos piernas; más allá, un tronco humano, y por último, una
cabeza.
-¡Bendito
sea Dios! –Exclamó el príncipe-. ¡Vaya
un hombre extraordinario!
-¡Oh! -Replicó el hombre-. Esto no es nada. Si quiero, puedo hacerme tres veces más alto
que la montaña más alta de la tierra.
-Sígueme
–repuso el príncipe-. Algún día me serás
útil.
El
hombre murmuró para sí unas palabras ininteligibles y recobró su tamaño normal.
Prosiguió
el camino tan extrañísimo grupo hasta que hallaron a un hombre que, a pesar de
estar sentado bajo el sol ardiente, tiritaba de frío. Se le acercó el príncipe y le preguntó: -¿Acaso
estás enfermo, buen hombre, que tiritas de este modo a pesar del calor?
-Realmente
–le contestó el interrogado-, algo debo tener, porque el sol en vez de
calentarme me hace estremecer de frío; y en cambio, el frío y el hielo del
invierno me producen tanto calor que me hacen desvanecer.
-Es un
caso muy raro el tuyo –dijo el príncipe meneando la cabeza-, pero,
sígueme. Te tomo a mi servicio.
No
habían acabado el camino cuando encontraron a un hombre parado sobre la punta
de sus pies, escudriñando el horizonte.
-¿Qué
miras con tanto afán? -Indagó el
príncipe.
-Estoy
contemplando el mundo –replicó el hombre-.
Tengo la vista tan aguda que puedo ver la tierra de un extremo a otro.
-¡Admirable!
–Dijo el príncipe-. Sígueme, te tomo a
mi servicio.
Cuando
llegaron al palacio real, el príncipe fue conducido a las habitaciones de la
reina a quien pidió, sin preámbulos, la mano de su hija.
-El
hombre que la pretenda –dijo la reina-, deberá ganársela.
Como
el príncipe ya sabía que esa iba a ser la respuesta, preguntó qué debía hacer
para que pudiera casarse con la doncella.
-Tres
cosas –dijo sin titubear, la reina-. En
primer lugar, deberéis traerme la sortija que se me cayó en el mar Rojo.
-Esto
es muy sencillo –dijo el hombre que podía alargarse como una montaña.
-¡Mirad,
señor! ¡Allí está la sortija, junto a la roca verde! –Exclamó el hombre de la
vista aguda.
Inmediatamente
el hombre elástico se estiró hasta alcanzar una enorme altura, y luego,
inclinándose, tomó la sortija. Cuando el
príncipe entregó el anillo a su dueña, ésta se puso furiosa, sin embargo,
disimuló perfectamente su contrariedad.
–Muy
bien –dijo la reina-, veremos si cumplís la segunda condición. Allá abajo hay un centenar de bueyes
gordos. Tenéis que comerlos antes del
mediodía. Y en la bodega hay cien odres
de vino. Debéis beberlo sin dejar una
sola gota.
-¿Me
permite, vuestra majestad, tener un convidado? –Preguntó el príncipe.
-Como
no –contestó la reina con una risa burlona-.
Uno, pero solamente uno.
-Dejad
esto por mi cuenta, señor –dijo el criado gordo, contentísimo de poder hincar
el diente a su gusto.
Al
mediodía no quedaba más que un centenar de odres vacíos y una montaña de
huesos. Y esta vez, la reina apenas
podía contener su despecho.
-Dudo
mucho que podáis cumplir la tercera condición –dijo la soberana-. Al ponerse el sol, conduciré a mi hija a
vuestras habitaciones y la dejaré a vuestro cuidado. Pero aseguraos que la encuentre en ellas
cuando yo vuelva a buscarla a la media noche.
-Esto
no me parece imposible… -pensó el príncipe, intrigado.
Al
oscurecer llegó la princesa. El príncipe
la invitó a que se sentara al pie de la ventana. Ni bien se marchó la reina, el príncipe
golpeó las manos y los criados se pusieron a vigilar. El hombre elástico se estiró en toda su
longitud y se enrolló como un cable alrededor de la casa, dando varias vueltas
e interceptando así, completamente, todas las aberturas. El hombre de la vista fina se puso a vigilar
los más leves movimientos de la reina, y el del oído maravilloso se echó a
tierra para escuchar.
En la
habitación reinaba el más absoluto silencio.
La clara luz de la Luna se filtraba por los cristales de la ventana y se
dejaba caer sobre el bello rostro de la princesa. El príncipe, que estaba en pie, semioculto
por la penumbra, no dejaba de admirar la hermosura de la joven.
Súbitamente,
cuando el reloj dio las once, la reina arrojó sobre ellos un hechizo y todos
quedaron sumidos en un profundo sueño.
En ese momento, la princesa desapareció.
Felizmente, aunque la reina era lista, no tenía el poder suficiente para
mantener el encanto por mucho tiempo, así que, un cuarto de hora antes de que
el reloj diera las doce, todos se despertaron.
El príncipe se puso de pie de un salto.
-¡Oh,
qué desgracia! ¡Mi bella princesa ha desaparecido! ¡Todo se ha perdido!
-¡Ca!
¡No señor! –Exclamó el hombre del oído maravilloso-. Desde aquí la oigo llorar, pero debo confesar
que el sonido viene de muy lejos.
-Yo la
veo sentada sobre una roca a unos cuatrocientos kilómetros de distancia
–aseguró el hombre de la vista aguda.
-Descríbeme
el sitio –dijo el hombre elástico- y la traigo aquí en menos de tres minutos.
Cuando
la reina regresó, a la hora señalada, se asombró mucho al ver a su hija sentada en el mismo sitio donde la
había dejado.
-Tomadla,
bien la habéis ganado –dijo al príncipe.
Sin embargo, al pasar junto a la princesa, le murmuró al oído-: ¿No te da vergüenza que te haya conquistado
una pandilla de criados?
Estas
palabras produjeron el efecto deseado: hirieron tanto el orgullo de la
princesa, que ésta se volvió al príncipe para decirle: -Antes de aceptaros como
esposo, uno de vuestros criados ha de consentir en ser arrojado en una hoguera
donde ardan trescientos troncos,
permaneciendo allí hasta que el fuego se haya extinguido.
-Ya lo
oís –dijo el príncipe a sus criados-.
¿Quiere alguno consentir la prueba?
-Yo,
señor. Dejadme demostrar la gran
devoción que os profeso –contestó el hombre helado.
Fue
así que se trajeron los troncos y se encendió el fuego. Durante tres días enteros la corte vio al
hombre que, tendido en la ardiente llama de la pira, no dejaba de tiritar de
frío. Cuando al fin el fuego se
extinguió, el hombre se levantó de un salto exclamando: -¡Jamás en mi vida
había sentido tanto frío!
La
princesa, que estaba feliz porque una vez más había triunfado su apuesto
pretendiente, le extendió su mano, y el príncipe se inclinó para depositar en
ella un dulce beso.
Por su
parte, la reina no tuvo más remedio que fijar el día de la boda.
Los
desposorios se llevaron a cabo en medio de un gran entusiasmo, ya que la
princesa era muy amada por el pueblo, y el príncipe había demostrado que,
además de hermoso, era muy inteligente.
Y el
príncipe y la princesa vivieron felices muchísimos años…
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