En un
lugar de Alemania vivía una lindísima niña llamada Genoveva. Ésta era de buen corazón; ayudaba a los necesitados
y no tenía problemas en jugar con los pobres, por lo cual, todos la querían. Sus padres, los duques de Bravante, estaban
orgullosos de ella.
Cuando
la niña creció, se convirtió en una jovencita llena de gracia y de
encanto. Muy pronto comenzaron a llegar
propuestas matrimoniales de parte de apuestos príncipes y valientes
militares. El escogido por el destino
fue el príncipe Sigfrido, quien, por añadidura, era muy bueno y virtuoso.
Los
primeros días del matrimonio fueron sumamente felices para Genoveva. Sin embargo, la dicha duró poco, pues su
esposo, que era militar, tuvo que marchar a la guerra. La joven desposada lloró mucho la ausencia de
su amado, mas se consoló con la idea de que no tardaría en volver, pues
confiaba en la bondad infinita de Dios, a quien rogaba constantemente por su
protección.
En
tanto que el príncipe Sigfrido tomaba parte en las Cruzadas, los negocios de su
tierra quedaron a cargo de uno de sus siervos llamado Golo. Este hombre era ambicioso y perverso. Cierto día llegó la infortunada noticia de la
muerte del príncipe. Golo aprovechó esta
infeliz circunstancia para traicionar a su señora.
El
infiel criado, con una escolta de soldados, irrumpió en las habitaciones de
Genoveva, la tomó presa y la hizo encerrar en un oscuro y húmedo cuarto del
palacio. Genoveva sufrió mucho en ese
lúgubre sitio donde, para colmo de males, nació su hijo, a quien llamó
Desdichado, por la poca suerte que les acompañaba.
Después
de varios meses, dos soldados sacaron de su encierro a la madre y a su hijo, y
los llevaron al bosque. Golo había
mandado asesinarlos.
Sin embargo, cuando los
soldados desenvainaron sus espadas para cumplir los nefastos designios,
Genoveva se hincó de rodillas en el suelo suplicando vivamente por sus vidas. Los hombres, profundamente conmovidos, accedieron
a sus ruegos haciéndole prometer que ni ella ni su niño saldrían jamás del
bosque. Al regresar al palacio, ambos
soldados se presentaron ante Golo para informarle que habían cumplido con sus
órdenes.
Mientras
tanto, Genoveva y su niño se internaron en el bosque. Y pese a la angustia y a la desesperanza que
la embargaba, cobró ánimo para buscar una forma de satisfacer sus necesidades
más apremiantes: refugio y comida. Una
gruta escondida tras un alto pastizal se convirtió en vivienda de los
infortunados. En tanto que el bosque les
ofreció sus delicias en frutos, hierbas y raíces. Y aunque vivían en continua zozobra por el
temor de ser devorados por las bestias salvajes, confiaban en la protección de
Dios cuyo amparo siempre rogaban.
Un día
de lluvia y viento, entró a la cueva una cierva que huía de los cazadores que
la perseguían. Genoveva y su hijo
protegieron al animal que, desde ese momento, se hizo amigo de ellos, dándoles
en recompensa abundante y fresca leche.
Transcurrieron
siete años. Desdichado se había
convertido en un fuerte e inteligente niño que no cesaba de hacer preguntas.
“¿Por
qué los pajaritos cantan siempre y las flores tienen tan lindos colores?”,
preguntó un día a su madre. Genoveva le
explicó, con toda paciencia y ternura, éstas y muchas otras razones. Cuando le habló de las cosas lindas que había
en la ciudad, Desdichado le rogó que lo llevara a ese sitio, mas ella enmudeció,
y sus ojos se llenaron de lágrimas de impotencia, al recordar su promesa de no
abandonar nunca el bosque.
Mientras
estas cosas se sucedían en el denso boscaje, la ciudad estaba conmocionada. Todas las personas comentaban, con una
extraña mezcla de asombro, alegría y pena, cómo el príncipe Sigfrido se había
presentado en su propio palacio tras habérsele dado por muerto equivocadamente,
y cuán grande era el dolor que le embargó, al enterarse de la suerte corrida por su esposa
y su hijo en manos del malvado Golo.
Ni las
fiestas, ni los concursos, ni las ferias, ni las veladas organizadas por los
habitantes del pueblo en su intento de consolar al atribulado esposo, lograron
apartar a Genoveva y su hijito de los pensamientos de Sigfrido.
Una
tarde, un cortesano se presentó delante del príncipe, hablándole en estos
términos: “Señor, hemos organizado una cacería en vuestro honor. Vuestros súbitos esperan que aceptéis
participar de la misma”.
El
príncipe aceptó la invitación y se preparó para la correría. Poco después partió con la comitiva que se
dirigía al bosque. Transcurrieron varias
horas de intensa cabalgata. Aún en medio
de tan extenuante actividad, el príncipe recordaba a sus amados perdidos, y se
apartaba para llorar su dolor en el silencio de la más oscura espesura.
Se
hallaba en uno de esos sentidos momentos, cuando cruzó delante de él una
cierva, que resultó ser la misma que vivía en la gruta de Genoveva y que había
salido a beber en la fuente. Cuando el
animal vio al hombre montado, se asustó
y volvió grupas. Sigfrido la
siguió y al notar que se adentraba en el matorral, desmontó y se encaminó hacia
ese lugar.
El
príncipe se sorprendió muchísimo cuando vio salir de la cueva a una hermosa
mujer casi desnuda, que tomaba de la mano a un hermosísimo niño cuyas manecitas
trataban inútilmente de aquietar sus preciosos rizos.
Lleno
de admiración y de asombro, Sigfrido preguntó a la joven: “¿Quién eres y qué
haces aquí con este niño?”. Y mientras
así indagaba, su corazón le decía que aquellas personas tenían algo que ver con
él.
La
mujer, profundamente impactada, dijo por toda respuesta: ¿No me reconoces? ¡Soy tu esposa! ¡Y este niño es tu hijo!
Y los
tres se abrazaron fuertemente y lloraron de alegría.
El
príncipe compartió su gozo con los integrantes de la comitiva que iban llegando
hasta el lugar, y les agradeció de todo corazón por haberlo invitado a la
cacería.
Inmediatamente
fueron traídos hasta el lugar, ricas ropas y un coche, y poco después llegaba
hasta el pueblo el felicísimo grupo.
Allí fueron recibidos con muestras de enorme júbilo, pues la noticia
había corrido como reguero de pólvora.
Esa noche se iniciaron las festividades, se iluminó todo el pueblo y se
obsequió un pastel de manzanas y una botella de buen vino a cada habitante del
lugar, en tanto que en el palacio todos los nobles bailaban al son de una
alegre orquesta.
La
dicha volvió a brillar para Genoveva, pues vivía en el palacio con su cariñoso
esposo y con su hijo, que era muy estudioso y tan valiente como su buen padre.
La
gruta en que vivieron Genoveva y su hijo fue primorosamente acondicionada para
que sirviera de vivienda para la cierva, fiel compañera de los
desdichados. De tanto en tanto, todos
visitaban aquel lugar.
Genoveva
nunca se cansó de agradecer a Dios por haber sido tan bueno con ella, y por
haberle permitido vivir nuevamente con su esposo y su obediente hijo.
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