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noviembre 09, 2013

El último juguete




Pepito acababa de cumplir doce años; ya era casi un joven.  Había terminado su educación primaria y estaba a punto de comenzar sus estudios secundarios.  Se hallaba en plena etapa de cambios,  cuando su padre lo llamó para conversar sobre un asunto muy serio.

-Pepito -le dijo-, estás a punto de iniciar tus estudios secundarios.   Ellos exigirán toda tu atención; por tanto, tendrás que despedirte de tus juguetes.  Además, ¿no crees que los juguetes son poco apropiados para un muchacho de secundaria?   Si quieres, puedes conservar uno como recuerdo, pero los demás, los dejarás a tus hermanos menores.

Pepito no replicó.  Se fue silencioso y triste al cuarto de los juguetes.  Abrió la ventana que daba al jardín y un brillante rayo de sol se coló en la pieza, inundándola de luz.

Aquello era un verdadero almacén de juguetes de guerra.  Se veía por todas partes sables de diversas formas y tamaños, fusiles, pistolas, lanzas, banderas, cinturones, cornetas, tambores, carros, cañones, soldados de plomo, etc., todo revuelto y en gracioso desorden.

Pepito contempló durante largo rato aquellos objetos tan queridos por él, y dijo suspirando:
 -¡Es muy triste dejar todo esto!

Examinó uno por uno aquellos dilectos compañeros de sus juegos infantiles.  Acarició las crines de los caballos, manejó las armas, jugó a la pelota, se probó algunas gorras, sacudió el polvo a varios cascos guerreros que ya no se ajustaban bien a su cabeza; y, finalmente, se vistió su elegante uniforme de húsar, que le pareció más bello y airoso que nunca.  Y entonces, ante la inminente separación, sintió grandes deseos de llorar.

Luego, cobrando coraje,  se decidió a elegir uno de aquellos juguetes; sin embargo, la tarea le resultó sumamente  difícil, pues todos eran para él  igualmente queridos.

Lo primero que apartó fue el uniforme de húsar, que pese a ser muy bonito, era, al fin y al cabo, sólo un simple disfraz.  Luego volvió la espalda a los caballos, a los sables, a los carros y, poco a poco, fue apartándose de los demás juguetes con heroica resignación. 

Al fin se decidió por una preciosa y colorida caja, tal vez, porque era el más útil de sus juguetes.  Contenía colores para pintar a la aguada y al óleo; platillos de porcelana para disolver y mezclar los colores, pinceles, lápices y todo cuanto se necesita para pintar o para jugar a los pintores.

Pepito la tomó cariñosamente y bajó con ella al jardín.  Se sentó en un banco próximo a la verja, y allí estuvo durante un largo tiempo, pensando en los queridos amigos que acababa de dejar.

-¡Cómo los estropearán mis hermanos! –Pensaba-.  ¡Pobres caballos!  ¡Pobre uniforme!  ¡A buenas manos irán a parar!

En esos tristes pensamientos estaba sumido cuando una voz lastimera lo devolvió a la realidad.  Pepito volvió la cabeza y vio tras la verja a una mujer vestida de andrajos, con un niño desnudo en sus brazos.
-Patroncito –le dijo-, mi niño se muere de hambre… Déme usted una limosna, por el amor de Dios.

Como Pepito no tenía dinero, tomó su caja de colores y se la extendió a la infeliz mujer, diciendo:  -Tómela usted, algo le darán por ella.

-¡Ay, señorcito! –Exclamó la mendiga-.    ¿Dónde iré con esto?  ¡Creerán que la he robado!

En ese momento intervino el padre de Pepito, quien había observado, sin ser visto, el acto de generosidad de su hijo, y se apresuró a decir: -No, pobre mujer.  Puedes aceptarla, yo la compraré.

Y puso en la mano de la pordiosera un puñado de monedas, recuperando la caja de colores que Pepito acababa de regalar.

-¡Que Dios los bendiga!  Los dos tienen buen corazón.  –Dijo la mendiga, y se retiró agradecida.

El padre, entonces, abrazó efusivamente a su hijo, y le dijo:  -Guarda tu último juguete.  Si alguna vez decides desprenderte de él, que sea para hacer una buena obra, como la que acabas de realizar.

Pepito conservó durante mucho tiempo su caja de colores.

Había concluido sus estudios secundarios en forma satisfactoria; y era, además, un notable pintor.

Una tarde abrió la caja de colores, y recordó aquel dramático día cuando estuvo a punto de despedirse del objeto que tanto amaba. El recuerdo le produjo tan vivísima impresión, que tomó los pinceles y trazó con ellos un cuadro lleno de emoción y belleza.  Esta obra contribuyó mucho a su celebridad, pues le valió el primer puesto en un concurso para pintores.

Los amantes del arte llegaron a ofrecer sumas fabulosas por este cuadro.  Sin embargo, Pepe nunca lo quiso vender.

En el lienzo se representaba la escena del jardín.  El instante mismo cuando entregaba, con el corazón dolorido, su juguete preferido a la mendiga que llevaba a su hijo en brazos.

El título del cuadro era: “El último juguete”.

 











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