Pepito acababa de cumplir doce años; ya era casi un
joven. Había terminado su educación
primaria y estaba a punto de comenzar sus estudios secundarios. Se hallaba en plena etapa de cambios, cuando su padre lo llamó para conversar sobre
un asunto muy serio.
-Pepito -le dijo-, estás a punto de iniciar tus estudios
secundarios. Ellos exigirán toda tu
atención; por tanto, tendrás que despedirte de tus juguetes. Además, ¿no crees que los juguetes son poco
apropiados para un muchacho de secundaria?
Si quieres, puedes conservar uno como recuerdo, pero los demás, los
dejarás a tus hermanos menores.
Pepito no replicó. Se fue silencioso y triste al cuarto de los
juguetes. Abrió la ventana que daba al
jardín y un brillante rayo de sol se coló en la pieza, inundándola de
luz.
Aquello era un verdadero almacén de juguetes de guerra. Se veía por todas partes sables de diversas
formas y tamaños, fusiles, pistolas, lanzas, banderas, cinturones, cornetas,
tambores, carros, cañones, soldados de plomo, etc., todo revuelto y en gracioso
desorden.
Pepito contempló
durante largo rato aquellos objetos tan queridos por él, y dijo suspirando:
-¡Es muy triste dejar todo esto!
Examinó uno por uno
aquellos dilectos compañeros de sus
juegos infantiles. Acarició las crines de los caballos, manejó las
armas, jugó a la pelota, se probó algunas gorras, sacudió el polvo a varios
cascos guerreros que ya no se ajustaban bien a su cabeza; y, finalmente, se
vistió su elegante uniforme de húsar,
que le pareció más bello y airoso
que nunca. Y entonces, ante la inminente separación, sintió grandes
deseos de llorar.
Luego, cobrando
coraje, se decidió a elegir uno de
aquellos juguetes; sin embargo, la tarea le resultó sumamente difícil, pues todos eran para él igualmente queridos.
Lo primero que
apartó fue el uniforme de húsar, que pese a ser muy bonito, era, al fin y al
cabo, sólo un simple disfraz. Luego
volvió la espalda a los caballos, a los sables, a los carros y, poco a poco,
fue apartándose de los demás juguetes con heroica resignación.
Al fin se decidió
por una preciosa y colorida caja, tal vez, porque era el más útil de sus
juguetes. Contenía colores para pintar a
la aguada y al óleo; platillos de porcelana para disolver y mezclar los
colores, pinceles, lápices y todo cuanto se necesita para pintar o para jugar a
los pintores.
Pepito la tomó
cariñosamente y bajó con ella al jardín.
Se sentó en un banco próximo a la verja,
y allí estuvo durante un largo tiempo, pensando en los queridos amigos que
acababa de dejar.
-¡Cómo los
estropearán mis hermanos! –Pensaba-.
¡Pobres caballos! ¡Pobre
uniforme! ¡A buenas manos irán a parar!
En esos tristes
pensamientos estaba sumido cuando una voz lastimera lo devolvió a la
realidad. Pepito volvió la cabeza y vio
tras la verja a una mujer vestida de andrajos,
con un niño desnudo en sus brazos.
-Patroncito –le
dijo-, mi niño se muere de hambre… Déme usted una limosna, por el amor de Dios.
Como Pepito no tenía
dinero, tomó su caja de colores y se la extendió a la infeliz mujer, diciendo: -Tómela usted, algo le darán por ella.
-¡Ay, señorcito!
–Exclamó la mendiga-. ¿Dónde iré con
esto? ¡Creerán que la he robado!
En ese momento
intervino el padre de Pepito, quien había observado, sin ser visto, el acto de
generosidad de su hijo, y se apresuró a decir: -No, pobre mujer. Puedes aceptarla, yo la compraré.
Y puso en la mano de
la pordiosera un puñado de monedas, recuperando la caja de colores que Pepito
acababa de regalar.
-¡Que Dios los
bendiga! Los dos tienen buen corazón. –Dijo la mendiga, y se retiró agradecida.
El padre, entonces,
abrazó efusivamente a su hijo, y le
dijo: -Guarda tu último juguete. Si alguna vez decides desprenderte de él, que
sea para hacer una buena obra, como la que acabas de realizar.
Pepito conservó
durante mucho tiempo su caja de colores.
Había concluido sus
estudios secundarios en forma satisfactoria; y era, además, un notable pintor.
Una tarde abrió la
caja de colores, y recordó aquel dramático día cuando estuvo a punto de
despedirse del objeto que tanto amaba. El recuerdo le produjo tan vivísima
impresión, que tomó los pinceles y trazó con ellos un cuadro lleno de emoción y
belleza. Esta obra contribuyó mucho a su
celebridad, pues le valió el primer
puesto en un concurso para pintores.
Los amantes del arte
llegaron a ofrecer sumas fabulosas por este cuadro. Sin embargo, Pepe nunca lo quiso vender.
En el lienzo se
representaba la escena del jardín. El
instante mismo cuando entregaba, con el corazón dolorido, su juguete preferido
a la mendiga que llevaba a su hijo en brazos.
El título del cuadro
era: “El último juguete”.
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