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noviembre 09, 2013

Genoveva de Bravante (Un cuento de Perrault)


En un lugar de Alemania vivía una lindísima niña llamada Genoveva.  Ésta era de buen corazón; ayudaba a los necesitados y no tenía problemas en jugar con los pobres, por lo cual, todos la querían.  Sus padres, los duques de Bravante, estaban orgullosos de ella.

Cuando la niña creció, se convirtió en una jovencita llena de gracia y de encanto.  Muy pronto comenzaron a llegar propuestas matrimoniales de parte de apuestos príncipes y valientes militares.  El escogido por el destino fue el príncipe Sigfrido, quien, por añadidura, era muy bueno y virtuoso. 

Los primeros días del matrimonio fueron sumamente felices para Genoveva.  Sin embargo, la dicha duró poco, pues su esposo, que era militar, tuvo que marchar a la guerra.  La joven desposada lloró mucho la ausencia de su amado, mas se consoló con la idea de que no tardaría en volver, pues confiaba en la bondad infinita de Dios, a quien rogaba constantemente por su protección.

En tanto que el príncipe Sigfrido tomaba parte en las Cruzadas, los negocios de su tierra quedaron a cargo de uno de sus siervos llamado Golo.  Este hombre era ambicioso y perverso.  Cierto día llegó la infortunada noticia de la muerte del príncipe.  Golo aprovechó esta infeliz circunstancia para traicionar a su señora.



El infiel criado, con una escolta de soldados, irrumpió en las habitaciones de Genoveva, la tomó presa y la hizo encerrar en un oscuro y húmedo cuarto del palacio.  Genoveva sufrió mucho en ese lúgubre sitio donde, para colmo de males, nació su hijo, a quien llamó Desdichado, por la poca suerte que les acompañaba.

Después de varios meses, dos soldados sacaron de su encierro a la madre y a su hijo, y los llevaron al bosque.  Golo había mandado asesinarlos. 

Sin embargo, cuando los soldados desenvainaron sus espadas para cumplir los nefastos designios, Genoveva se hincó de rodillas en el suelo suplicando vivamente por sus vidas.  Los hombres, profundamente conmovidos, accedieron a sus ruegos haciéndole prometer que ni ella ni su niño saldrían jamás del bosque.  Al regresar al palacio, ambos soldados se presentaron ante Golo para informarle que habían cumplido con sus órdenes.

Mientras tanto, Genoveva y su niño se internaron en el bosque.  Y pese a la angustia y a la desesperanza que la embargaba, cobró ánimo para buscar una forma de satisfacer sus necesidades más apremiantes: refugio y comida.  Una gruta escondida tras un alto pastizal se convirtió en vivienda de los infortunados.  En tanto que el bosque les ofreció sus delicias en frutos, hierbas y raíces.  Y aunque vivían en continua zozobra por el temor de ser devorados por las bestias salvajes, confiaban en la protección de Dios cuyo amparo siempre rogaban.

Un día de lluvia y viento, entró a la cueva una cierva que huía de los cazadores que la perseguían.  Genoveva y su hijo protegieron al animal que, desde ese momento, se hizo amigo de ellos, dándoles en recompensa abundante y fresca leche.

Transcurrieron siete años.  Desdichado se había convertido en un fuerte e inteligente niño que no cesaba de hacer preguntas. 

“¿Por qué los pajaritos cantan siempre y las flores tienen tan lindos colores?”, preguntó un día a su madre.  Genoveva le explicó, con toda paciencia y ternura, éstas y muchas otras razones.  Cuando le habló de las cosas lindas que había en la ciudad, Desdichado le rogó que lo llevara a ese sitio, mas ella enmudeció, y sus ojos se llenaron de lágrimas de impotencia, al recordar su promesa de no abandonar nunca el bosque.

Mientras estas cosas se sucedían en el denso boscaje, la ciudad estaba conmocionada.  Todas las personas comentaban, con una extraña mezcla de asombro, alegría y pena, cómo el príncipe Sigfrido se había presentado en su propio palacio tras habérsele dado por muerto equivocadamente, y cuán grande era el dolor que le embargó,  al enterarse de la suerte corrida por su esposa y su hijo en manos del malvado Golo.

Ni las fiestas, ni los concursos, ni las ferias, ni las veladas organizadas por los habitantes del pueblo en su intento de consolar al atribulado esposo, lograron apartar a Genoveva y su hijito de los pensamientos de Sigfrido.

Una tarde, un cortesano se presentó delante del príncipe, hablándole en estos términos: “Señor, hemos organizado una cacería en vuestro honor.  Vuestros súbitos esperan que aceptéis participar de la misma”.

El príncipe aceptó la invitación y se preparó para la correría.  Poco después partió con la comitiva que se dirigía al bosque.  Transcurrieron varias horas de intensa cabalgata.  Aún en medio de tan extenuante actividad, el príncipe recordaba a sus amados perdidos, y se apartaba para llorar su dolor en el silencio de la más oscura espesura.

Se hallaba en uno de esos sentidos momentos, cuando cruzó delante de él una cierva, que resultó ser la misma que vivía en la gruta de Genoveva y que había salido a beber en la fuente.  Cuando el animal vio al hombre montado, se asustó  y volvió grupas.  Sigfrido la siguió y al notar que se adentraba en el matorral, desmontó y se encaminó hacia ese lugar.

El príncipe se sorprendió muchísimo cuando vio salir de la cueva a una hermosa mujer casi desnuda, que tomaba de la mano a un hermosísimo niño cuyas manecitas trataban inútilmente de aquietar sus preciosos rizos. 

Lleno de admiración y de asombro, Sigfrido preguntó a la joven: “¿Quién eres y qué haces aquí con este niño?”.  Y mientras así indagaba, su corazón le decía que aquellas personas tenían algo que ver con él.

La mujer, profundamente impactada, dijo por toda respuesta: ¿No me reconoces?  ¡Soy tu esposa! ¡Y este niño es tu hijo!

Y los tres se abrazaron fuertemente y lloraron de alegría. 

El príncipe compartió su gozo con los integrantes de la comitiva que iban llegando hasta el lugar, y les agradeció de todo corazón por haberlo invitado a la cacería.

Inmediatamente fueron traídos hasta el lugar, ricas ropas y un coche, y poco después llegaba hasta el pueblo el felicísimo grupo.  Allí fueron recibidos con muestras de enorme júbilo, pues la noticia había corrido como reguero de pólvora.  Esa noche se iniciaron las festividades, se iluminó todo el pueblo y se obsequió un pastel de manzanas y una botella de buen vino a cada habitante del lugar, en tanto que en el palacio todos los nobles bailaban al son de una alegre orquesta.

La dicha volvió a brillar para Genoveva, pues vivía en el palacio con su cariñoso esposo y con su hijo, que era muy estudioso y tan valiente como su buen padre.

La gruta en que vivieron Genoveva y su hijo fue primorosamente acondicionada para que sirviera de vivienda para la cierva, fiel compañera de los desdichados.  De tanto en tanto, todos visitaban aquel lugar.

Genoveva nunca se cansó de agradecer a Dios por haber sido tan bueno con ella, y por haberle permitido vivir nuevamente con su esposo y su obediente hijo.









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