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noviembre 06, 2013

Los cinco criados del príncipe (un cuento de Grimm)





Esta es la historia de una hermosa y encantadora princesa a la que todos amaban.  Sin embargo, la joven no era feliz, pues su madre era una mujer sumamente cruel, y gozaba particularmente con las desgracias ajenas.  Por esa razón la princesa soñaba con el feliz día en que algún buen príncipe la desposara.  Mas apenas aparecía un pretendiente, la reina le imponía, como precio por la mano de su hija, alguna empresa imposible de realizar, aunque en el intento encontrase la muerte.  Y así, el joven pretendiente no sólo perdía la novia, sino también la vida.

Un día, mientras la princesa se paseaba por el bosque preguntándose si habría en el mundo otro ser más desdichado que ella, acertó a pasar por el lugar un apuesto príncipe, montado sobre un soberbio alazán.

-¡Qué hermosa muchacha! –Exclamó, y se quedó mirándola hasta que se perdió de vista.

El príncipe se enamoró tan perdidamente de la princesa, que determinó casarse con ella.  Así que, al día siguiente, sin pérdida de tiempo, se dirigió al palacio real.

Aconteció que estando en el camino observó que en las cercanías del bosque, tendido en medio de calle, se hallaba un cuerpo extraño que tomó por un animal muy grande.  Sin embargo, cuando se iba acercando a él notó con sorpresa que era un hombre, el más enorme ser humano que jamás haya visto. 

El príncipe lo tocó con el pie, y el hombre se levantó diciendo: -¿Necesitáis un criado?

-Si lo necesitase –replicó el príncipe-, no sé para qué me serviría un hombre tan voluminoso como tú.

-¿Y qué importa mi volumen, si cumplo con responsabilidad y diligencia mis funciones? –contestó el hombre.

Al príncipe le agradó esta respuesta, así que lo tomó a su servicio.

Habían caminado un buen trecho cuando el príncipe tropezó con otro hombre.  Éste se hallaba acostado sobre la hierba, con el oído pegado a la tierra como si escuchase atentamente.

-¿Qué se supone que estás haciendo?  -Le preguntó el príncipe.

-Escucho.  –Dijo el hombre-.  Desde aquí puedo oír todo lo que se dice en el mundo. 

-Excepcional –dijo asombrado el príncipe-.  Y lo tomó a su servicio.

No habían ido muy lejos cuando encontraron dos pies;  un poco más adelante, dos piernas;  más allá, un tronco humano, y por último, una cabeza.

-¡Bendito sea Dios! –Exclamó el príncipe-.  ¡Vaya un hombre extraordinario!



-¡Oh!  -Replicó el hombre-.  Esto no es nada.  Si quiero, puedo hacerme tres veces más alto que la montaña más alta de la tierra.

-Sígueme –repuso el príncipe-.  Algún día me serás útil. 

El hombre murmuró para sí unas palabras ininteligibles y recobró su tamaño normal.

Prosiguió el camino tan extrañísimo grupo hasta que hallaron a un hombre que, a pesar de estar sentado bajo el sol ardiente, tiritaba de frío.  Se le acercó el príncipe y le preguntó: -¿Acaso estás enfermo, buen hombre, que tiritas de este modo a pesar del calor?

-Realmente –le contestó el interrogado-, algo debo tener, porque el sol en vez de calentarme me hace estremecer de frío; y en cambio, el frío y el hielo del invierno me producen tanto calor que me hacen desvanecer.

-Es un caso muy raro el tuyo –dijo el príncipe meneando la cabeza-, pero, sígueme.  Te tomo a mi servicio.

No habían acabado el camino cuando encontraron a un hombre parado sobre la punta de sus pies, escudriñando el horizonte.

-¿Qué miras con tanto afán?  -Indagó el príncipe.

-Estoy contemplando el mundo –replicó el hombre-.  Tengo la vista tan aguda que puedo ver la tierra de un extremo a otro.

-¡Admirable! –Dijo el príncipe-.  Sígueme, te tomo a mi servicio.

Cuando llegaron al palacio real, el príncipe fue conducido a las habitaciones de la reina a quien pidió, sin preámbulos, la mano de su hija.

-El hombre que la pretenda –dijo la reina-, deberá ganársela.

Como el príncipe ya sabía que esa iba a ser la respuesta, preguntó qué debía hacer para que pudiera casarse con la doncella.

-Tres cosas –dijo sin titubear, la reina-.  En primer lugar, deberéis traerme la sortija que se me cayó en el mar Rojo.

-Esto es muy sencillo –dijo el hombre que podía alargarse como una montaña.

-¡Mirad, señor! ¡Allí está la sortija, junto a la roca verde! –Exclamó el hombre de la vista aguda.
Inmediatamente el hombre elástico se estiró hasta alcanzar una enorme altura, y luego, inclinándose, tomó la sortija.  Cuando el príncipe entregó el anillo a su dueña, ésta se puso furiosa, sin embargo, disimuló perfectamente su contrariedad. 

–Muy bien –dijo la reina-, veremos si cumplís la segunda condición.  Allá abajo hay un centenar de bueyes gordos.  Tenéis que comerlos antes del mediodía.  Y en la bodega hay cien odres de vino.  Debéis beberlo sin dejar una sola gota.

-¿Me permite, vuestra majestad, tener un convidado? –Preguntó el príncipe.

-Como no –contestó la reina con una risa burlona-.  Uno, pero solamente uno.

-Dejad esto por mi cuenta, señor –dijo el criado gordo, contentísimo de poder hincar el diente a su gusto.

Al mediodía no quedaba más que un centenar de odres vacíos y una montaña de huesos.  Y esta vez, la reina apenas podía contener su despecho.

-Dudo mucho que podáis cumplir la tercera condición –dijo la soberana-.  Al ponerse el sol, conduciré a mi hija a vuestras habitaciones y la dejaré a vuestro cuidado.  Pero aseguraos que la encuentre en ellas cuando yo vuelva a buscarla a la media noche.

-Esto no me parece imposible… -pensó el príncipe, intrigado.

Al oscurecer llegó la princesa.  El príncipe la invitó a que se sentara al pie de la ventana.  Ni bien se marchó la reina, el príncipe golpeó las manos y los criados se pusieron a vigilar.  El hombre elástico se estiró en toda su longitud y se enrolló como un cable alrededor de la casa, dando varias vueltas e interceptando así, completamente, todas las aberturas.  El hombre de la vista fina se puso a vigilar los más leves movimientos de la reina, y el del oído maravilloso se echó a tierra para escuchar.

En la habitación reinaba el más absoluto silencio.  La clara luz de la Luna se filtraba por los cristales de la ventana y se dejaba caer sobre el bello rostro de la princesa.  El príncipe, que estaba en pie, semioculto por la penumbra, no dejaba de admirar la hermosura de la joven.

Súbitamente, cuando el reloj dio las once, la reina arrojó sobre ellos un hechizo y todos quedaron sumidos en un profundo sueño.  En ese momento, la princesa desapareció.  Felizmente, aunque la reina era lista, no tenía el poder suficiente para mantener el encanto por mucho tiempo, así que, un cuarto de hora antes de que el reloj diera las doce, todos se despertaron.  El príncipe se puso de pie de un salto.

-¡Oh, qué desgracia! ¡Mi bella princesa ha desaparecido!  ¡Todo se ha perdido!

-¡Ca! ¡No señor! –Exclamó el hombre del oído maravilloso-.  Desde aquí la oigo llorar, pero debo confesar que el sonido viene de muy lejos.

-Yo la veo sentada sobre una roca a unos cuatrocientos kilómetros de distancia –aseguró el hombre de la vista aguda.

-Descríbeme el sitio –dijo el hombre elástico- y la traigo aquí en menos de tres minutos.

Cuando la reina regresó, a la hora señalada, se asombró mucho al ver  a su hija sentada en el mismo sitio donde la había dejado.

-Tomadla, bien la habéis ganado –dijo al príncipe.  Sin embargo, al pasar junto a la princesa, le murmuró al oído-:  ¿No te da vergüenza que te haya conquistado una pandilla de criados?

Estas palabras produjeron el efecto deseado: hirieron tanto el orgullo de la princesa, que ésta se volvió al príncipe para decirle: -Antes de aceptaros como esposo, uno de vuestros criados ha de consentir en ser arrojado en una hoguera donde ardan  trescientos troncos, permaneciendo allí hasta que el fuego se haya extinguido.

-Ya lo oís –dijo el príncipe a sus criados-.  ¿Quiere alguno consentir la prueba?

-Yo, señor.  Dejadme demostrar la gran devoción que os profeso –contestó el hombre helado.

Fue así que se trajeron los troncos y se encendió el fuego.  Durante tres días enteros la corte vio al hombre que, tendido en la ardiente llama de la pira, no dejaba de tiritar de frío.   Cuando al fin el fuego se extinguió, el hombre se levantó de un salto exclamando: -¡Jamás en mi vida había sentido tanto frío!

La princesa, que estaba feliz porque una vez más había triunfado su apuesto pretendiente, le extendió su mano, y el príncipe se inclinó para depositar en ella un dulce beso.

Por su parte, la reina no tuvo más remedio que fijar el día de la boda. 

Los desposorios se llevaron a cabo en medio de un gran entusiasmo, ya que la princesa era muy amada por el pueblo, y el príncipe había demostrado que, además de hermoso, era muy inteligente.

Y el príncipe y la princesa vivieron felices muchísimos años…











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